Muchas personas ponen su salud en mis manos y esa responsabilidad es la que me lleva a levantarme cada día con la misma ilusión que cuando era residente.
Han pasado 25 años ya desde que traté a mi primer pacienteoficialmente como médico. Ya había hecho algún pinito como estudiante. Recuerdo empezar la carrera de Medicina en Granada, y al mes de comenzar mi amigo Carlos vino a casa con una radiografía de tobillo para que le diera mi opinión. Estupefacto, le dije: “Tío, que llevo un mes en la facultad”. Su respuesta fue la siguiente: “¿Pero no estudias Medicina? Pues dime algo que me duele el tobillo”.
Esos 25 años ha pasado como un auténtico suspiro. Han sido una montaña rusa de emociones, de satisfacciones y alegrías cuando las cosas salen bien, pero de noches sin dormir, canas en las sienes, y dolores de cabeza cuando se complican. Porque, al fin y al cabo, somos humanos, con aciertos y errores
Ser médico es la mejor ocupación que existe. Fue Confucio el que sentenció: “Elige lo que te guste para ganarte la vida y no tendrás que ir a trabajar un solo día”. Así lo veo yo. Eso no quita que pueda haber saturación, cansancio y que uno necesite un descanso, que la mente se despeje, porque también forma parte de la recuperación para estar a tope al día siguiente.
¿Cómo empezó todo?
Recuerdo tener seis o siete años y estar sentado en el salón de casa con mi octogenaria abuela Ana (q.e.p.d.) a mi lado. Una mujer nacida en el año 1900, con una Guerra Civil a sus espaldas y criando ocho hijos. Se pueden imaginar el estado de sus huesos. Ella fue mi primera paciente potencial. La consolaba diciendo que yo la curaría cuando acabara la carrera, pero desafortunadamente no llegué a tiempo.
De ahí en adelante, tocaba estudiar. Siempre digo que los médicos, y hablo por mí, no somos muy inteligentes si nos comparamos con otras carreras. Lo que sí somos, trabajadores y constantes. Primero la Facultad de Medicina de Granada y tras aprobar el MIR, fui a Madrid a realizar mi especialidad en Traumatología en el Hospital General Universitario Gregorio Marañón. Junto a La Paz, el hospital más grande de España.
Al principio fue una realidad un poco chocante por la ciudad, por el tamaño del hospital y por empezar la aventura como traumatólogo. En ese periplo de cinco años es cuando conocí a compañeros que me han marcado como persona y como CIRUJANO: el Dr. Manuel Villanueva Martínez, mentor y director de mi tesis, con el que he compartido maratones y cirugías y aún lo hacemos. El otro, el Dr. Homid Fahandezh-Saddi, compañero de residencia y amigo también. Hemos realizado numerosos trabajos científicos, cirugías que parecían imposibles y hasta compartir kilómetros en la maratón de Atenas.
Estas dos personas que te pone delante la vida, con unos valores y una filosofía parecida, han supuesto un apoyo impagable y un aprendizaje y estímulo continuo, que perdura hoy en día. Al acabar esos 5 años, con un horizonte laboral inestable y poco fiable, y con mi hija Lucía en el mundo, optamos por venir a trabajar a Almería, donde sí que ofrecían contratos más estables e incluso la posibilidad de tener la tan ansiada plaza fija.
El Hospital de Poniente fue una buena prueba de fuego para alguien recién acabado y con mucha ilusión y conocimientos dispuestos a ponerlos en práctica. Sin embargo, la realidad me pasó por encima. El ambiente en el servicio de Traumatología era muy tóxico. Unos médicos que venían de librar una guerra con otros médicos y con el sistema hicieron mella en la convivencia del día a día y en el trabajo.
Para un traumatólogo joven fue duro porque con bandos perfectamente conformados, el hablar con unos suponía desafiar a otros y eso junto a otras situaciones hicieron que a los 5 años dejara el sistema público. El no poder recetar las medicinas que consideraba porque afectaba a la productividad de los compañeros, las jornadas de trabajo extenuantes, y la imposibilidad de realizar cirugías y procedimientos para los que estaba cualificado, hicieron darme cuenta de que esa no era la medicina para la que me había sacrificado tanto
Así di el salto a la medicina privada en un pequeño piso en El Ejido, donde tenía a todos mis pacientes que había tratado a lo largo de esos años. Por suerte y poco a poco, comenzamos a crecer y a llenar los días de consulta. Fue un cambio radical en mi vida.
Comencé a cuidarme, perdiendo peso y haciendo deporte. A los años, abrimos consulta en Almería ciudad y comencé a dar clase en la Universidad de Almería, en el Departamento de Neurociencias y Ciencias de la Salud. Primero fue en Enfermería, luego en Fisioterapia y finalmente en Magisterio para Educación Física.
En el año 2014, Francisco Rodríguez me llamó para hacerme cargo de los Servicios Médicos de la UDA. Fueron dos temporadas apasionantes y por las que tuve que renunciar a dar clases. Ya no me daba la vida. El fútbol, un mundo curioso y una medicina diferente, en la que los plazos de recuperación y la presión para que los jugadores volvieran al césped, marcaba el día a día.
Y poco a poco llegamos a nuestros días. Han sido centenares de personas y familias las que han confiado en mí poniendo su salud en mis manos. Esa gran responsabilidad es la que me lleva a levantarme cada día con la misma ilusión que cuando era residente, pero con algunas cicatrices en el cuerpo y en la mente.
Estoy muy agradecido a Almería y su gente por acogerme, por ayudarme a desarrollarme como médico, por darme la oportunidad de asentarme aquí y porque mis pacientes son la razón de ser el mejor médico posible. Gracias a mi equipo, Trini Pastor, Roberto Iglesias y Maite Alcolea por su capacidad de trabajo, por compartir mi filosofía en relación con dar cariño, consolar y cuando podamos, curar a nuestros pacientes.
Quiero dar las gracias a mis padres por dejarse la piel para que yo llegue hasta aquí. Finalmente, gracias a mi mujer Ana. La conocí cuando estaba en tercero de Medicina y ha sido mi compañera todos estos años. Se ha sacrificado para que pudiéramos crecer y sin ella no habría llegado hasta aquí.
A por otros veinticinco años.