- El miedo ha sido el que nos ha mantenido con vida a lo largo de la evolución, resguardándonos ante el peligro.
- Todas estas respuestas se producen de forma involuntaria en el cerebro y en cuestión de segundos.
El miedo está cada vez más presente en nuestro día a día. Sólo basta con poner la televisión para darse cuenta del mal que nos rodea, que nos preocupa y que puede ser el responsable de generar fobias, ansiedad o trastornos obsesivo-compulsivos.
El miedo ha sido el que nos ha mantenido con vida a lo largo de la evolución, resguardándonos ante el peligro y no exponiéndonos en exceso ante una situación que derivaría en graves consecuencias. No en vano se escribió el dicho “los cementerios están abarrotados de valientes”.
Todos hemos tenido miedo en alguna ocasión: volviendo a casa de noche tras ir de fiesta, dentro de un avión inmerso en turbulencias, sentados en una consulta a la espera de un resultado que puede ser benigno o maligno
Imaginen que se van a la cama tras un largo día. Ha visto una película no muy buena de intriga o terror que le ha dejado mal cuerpo, pero está tan cansado que se duerme sin problemas. Hace mala noche. El viento golpea con fuerza las ventanas y hasta parece haberse ido la luz en la calle ya que algunas farolas cercanas a casa están apagadas. De repente se escucha un ruido en otra habitación. En el cerebro empiezan a activarse los circuitos neuronales del miedo.
Las distintas respuestas cerebrales
El primer circuito cerebral implicado se encarga de intentar traducir y buscarle significado a ese ruido para activar el estado de alerta. Este circuito recorre el oído hasta una parte del cerebro que se llama tallo encefálico y el tálamo. De ahí se divide en dos vías: una hacia la amígdala cerebral y el hipocampo y la otra, más larga conduce hacia el córtex auditivo situado en el lóbulo temporal donde se clasifican y comprenden los sonidos.
El hipocampo es una región clave para la memoria. Es el disco duro del cerebro y se encarga de comparar ese sonido que hemos escuchado con otros sonidos que sabemos reconocer, tratando de verificar si es un ruido familiar o reconocible.
En la otra parte, el córtex auditivo está realizando un análisis más exhaustivo del sonido: ¿será el viento que ha golpeado la ventana? ¿será el gato del vecino trepando por el árbol frente a la casa? ¿un ladrón? Además, elabora una hipótesis acerca del ruido en función a todo lo dicho y envía un mensaje a la amígdala, la parte del cerebro encargada del miedo y al hipocampo, intentando comparar con recuerdos semejantes.
Si la conclusión es tranquilizadora y nos autoconvencemos que es el viento golpeando la ventana, el estado de alerta se detiene. Pero si por el contrario, la conclusión es dudosa, se activan otras zonas del cerebro como los lóbulos prefrontales junto a la amígdala y el hipocampo elevando más la incertidumbre y centrando al máximo la atención buscando verificar el origen del ruido.
En el caso de que este análisis no muestre una respuesta satisfactoria y tranquilizadora, la amígdala lanza una señal de alerta que activa al hipocampo, el tallo cerebral y el sistema nervioso autónomo. Comienza a aparecer el miedo y todas sus consecuencias. La amígdala es como la alarma que tenemos instalada en casa. Una vez activada se encarga de avisar a la policía, ambulancia o bomberos pero a nivel cerebral.
Las diferentes partes de la amígdala se encargar a modo de centinela de escudriñar todo lo que nos rodea: olores, ruidos, lo que vemos, todo lo relacionado con los sentidos. Lo que recoge la amígdala conecta con otras partes del cerebro: una parte de la amígdala conecta con el hipotálamo para estimular a la “hormona corticotrópica” que provoca la reacción de lucha o huida a través de la secreción de adrenalina y cortisol.
Otra parte de la amígdala conecta con el núcleo estriado, responsable de activar los músculos y provocar el movimiento. Otras ramas conectan con el sistema nervioso autónomo provocando respuestas a nivel corazón, los músculos o el intestino. Son estas células las que provocan que se tensen las cuerdas vocales y la voz no salga o salga muy aguda, típica de alguien que está muerto de miedo.
Otra conexión de la amígdala es con el locus ceruleus, que estimula la secreción de noradrenalina, inundando el cerebro con ella, activando todos los circuitos cerebrales, poniendo en estado de alerta máxima. Si se produjera otro crujido posiblemente entremos en pánico.
Todo esto ocurre en segundos
Todo esto son respuestas que se producen de forma involuntaria en el cerebro. A medida que comenzamos a ser conscientes del miedo, la amígdala envía señales al resto del cuerpo: se acelera el corazón, se contraen los músculos de la cara mostrando la expresión de miedo, se enlentece la respiración intentando centrar toda nuestra atención en escuchar.
La amígdala estimula la secreción de dopamina para activar la musculaturallegando a provocar temblor. Además, se reorganizan los recuerdos para filtrar aquellos que puedan ser más relevantes según la urgencia que tenemos entre manos: donde puedo esconderme, donde está mi móvil, estarán los vecinos en casa…
Todo ese proceso que escrito parece muy largo, puede desencadenarse en menos de un segundo, y ya estaremos atrapados dentro del miedo puro y duro. Somos conscientes de la tensión de los músculos del cuello y los hombros, del temblor de las extremidades, de los latidos del corazón acelerados, de la sudoración y de todos los pensamientos que contribuyen a prolongar la reacción de pánico. Seguimos al acecho de posibles peligros que se puedan presentar.
En conjunto, estos procesos permiten al cerebro identificar y responder rápidamente a las amenazas potenciales, lo que ayuda a garantizar la supervivencia y seguridad de cada uno de nosotros. El miedo puede ser influenciado por experiencias pasadas, aprendizajes, genética y el entorno social donde nos criamos y desarrollamos. Esto modula la forma en que el cerebro percibe y responde al miedo creando respuestas diferentes en cada persona.
Ya se sabe el dicho: “El miedo guarda la viña”.