• Es muy especial,  la más antigua del mundo con sus 128 ediciones y también es la más tradicional.
  • El crono se detiene en 3 horas 21 minutos y 42 segundos, lejos de lo que había entrenado pero es el tiempo que merecí ese día.

Tengo un recuerdo muy lejano de la primera y única vez que corrí la maratón de Boston. Fue el año 2012 y por entonces significó mi cuarta maratón.

De las 23 maratones que he completado, sólo Boston y Atenas me obligaron a correr más de 4 horas, lo que habla a las claras de su dureza.

Hay dos cosas que aún persisten en mi memoria: el calor que sufrimos y las cuestas omnipresentes en todo el recorrido.

El 50% de Boston son las condiciones climatológicas. La primavera en Massachusetts es una ruleta rusa: o te toca un temporal de mil demonios, o un calor insufrible casi no hay un término medio. Boston es el lugar perfecto para correr y poner a prueba a tu mente y tu capacidad de determinación, cómo sólo una maratón sabe hacer.

Recuerdo escribir la crónica de entonces: «Se cumplen 116 ediciones desde que un grupo de valientes decidieran imitar a Filípides y correr los 42 km 195 metros en Boston. En mi caso, es mi quinta maratón, y la cuarta del circuito de las consideradas «Mayors«, a saber, Nueva York, Londres, Berlín, Boston y Chicago. Boston es la que, exige una marca mínima para poder participar, muy exigente, por cierto. También, dejan un grupo de dorsales para corredores no tan brillantes, como es mi caso».

En esos 12 años de diferencia, muchas cosas han cambiado, hablo en lo que a mi como corredor se refiere. He perdido 10 kilos de peso, tengo menos pelo y más blanco que entonces, correr maratones es una filosofía de vida (han transcurrido 19 maratones más) y este año pude obtener una clasificación directa para Boston gracias a mis 3 horas 14 minutos de la maratón de Sevilla, algo impensable para mi hace 12 años. Sin embargo, donde creo que radica la diferencia abismal para que con 52 años corra mejor que cuando era más joven, una especie de Benjamin Button-Ríos, se basa en tres aspectos:

El trabajo de fuerza muscular. Si quieres que el músculo aguante, los tendones soporten los impactos y el cartílago absorba las cargas de los entrenos, es básico tener un aparato muscular bien trabajado. Ese apartado está cubierto gracias a Lorenzo García, mi entrenador de fuerza desde hace 10 años y al que le debo una gran parte de las medallas que he conseguido. Esa fuerza evita lesiones y genera recuperaciones a la velocidad del rayo.

Dejarte llevar por un entrenador que te entienda, conozca y sepa mejor que tú mismo dónde tienes los límites. Tomás Fernández Segura es el «míster» que me ha traído hasta aquí. Gracias a él he podido correr a ritmos jamás experimentados por mí y me ha hecho disfrutar entrenando como pocas veces he sentido. Una maratón no dura esas 3 o 4 horas, dura unos 4 meses que es el tiempo que hay que entrenarla. El camino es lo que importa. El día de la carrera se trata de ir a recoger la medalla.

Constancia. El deporte de sacrificio es lo que tiene. El éxito en algo es la suma de esfuerzos, grandes y pequeños, que se repiten cada día. Se entrena con calor, con frío, con viento o lluvia, cuando no te apetece o cuando el cuerpo pide tregua.

Con semejante infraestructura sólo puedo disfrutar aunque como persona competitiva que soy, siempre intentas mejorar y superarte a ti mismo. Boston es una maratón muy especial.

Es la más antigua del mundo con sus 128 ediciones y también es la más tradicional. Los corredores somos llevados a la zona de salida en los típicos autobuses escolares. Más de 500 se encargan del transporte que dura alrededor de una hora. Cuando vas por la autopista sólo se aprecia una interminable línea amarilla sobre el asfalto gris, como si fueran procesionarias buscando un árbol sobre el que anidar.

La salida es en Hopkinton, un pueblecito a 42 kilometros de Boston, justo donde se juntaron un grupo de amigos para correr la primera edición. Típico pueblo americano de casitas bajas y clase media. Cuando nos dirigimos a la salida, algunos habitantes permanecen sentados en batín degustando una taza de café mientras observan cómo miles de personas en pantalón corto se las arreglan para llegar a Boston. Dan ganas de sentarse a su lado y pedir que te inviten, pero ya que hemos venido hasta aquí, hay que correr.

Ya podían haber elegido otro pueblo con un recorrido más bien llano hasta Boston. Pues no. El recorrido es un subir y bajar continuo con muy pocos kilómetros planos que es lo que nos gusta a los maratonianos. Kilómetros donde encender el piloto automático y dejar que la mente fluya engullendo asfalto sin parar. El calor es húmedo, un 80% dice la web del tiempo, por lo que sudamos como pollos a la vez que el sol comienza a enrojecer los hombros y las nucas de los corredores más paliduchos.

ESTOY MÁS AGOBIADO POR EL PULSÓMETRO QUE ALEGRE POR ESTAR DONDE ESTOY

Mis tiempos previstos no salen. No me acostumbro a esas subidas cortas pero exigentes y a las bajadas rompecuádriceps. Estoy más agobiado por el pulsómetro que alegre por estar donde estoy. Entonces tomo una decisión: no voy a mirar más el reloj, voy a disfrutar del ambiente que es el mejor de todas las maratones que he completado.

Gente muy joven, estudiantes del Boston College entre otras universidades, se agolpan a ambos lados de la estrecha carretera, jaleando y vitoreando a todos los corredores, hasta el punto de no poder escuchar siquiera tu voz interior y portando carteles de lo más gracioso: «Corre que me he tirado un pedo» «Cuánto más rápido corras ahora, más pronto te emborracharás de cerveza».

Entre el kilómetro 28 y el 32 se encuentra un pequeño pueblo llamado Newton. Es donde se agolpan las cuatro cuestas más exigentes del recorrido, cuando ya las piernas están con la gasolina justa, pues toma. La última de todas es la llamada Heartbreak Hill o cuesta rompecorazones; es un repecho de 600 metros que aspira hasta el último átomo de energía, sobre todo si no has guardado nada y has gastado las fuerzas en los primeros 30 kilómetros

Como ya sabía eso, completé las cuestas sin más problemas, salvo alguna protesta de mis cuádriceps al bajar, como diciendo «ya está bien de cuestas por hoy». A partir de aquí un ligero descenso hacia la ciudad que se adivina al fondo lo que provoca una inyección de moral a todos.

En el kilómetro 41 me fijo en un grupo de banderas de España, apostadas sobre una valla. Me acerco como un tiro cuando reconozco a mi mujer Ana. ¡¡¡Del subidón que llevaba casi nos caemos al suelo cuando la abrazo, mientras ella le explica a una americana con rasgos asiáticos y pinta de no enterarse un pimiento «He is my husband!!!» (¡¡Es mi marido!!). Agarro con fuerza una bandera y me la ato al cuello como si fuera la capa de Superman y ésta me permitiera volar.

Calle Boylston, una abarrotadísima recta de 800 metros en cuyo final de adivina el arco de meta y donde tuvieron lugar los atentados. Ya es mía, otra más, increíble. Roberto Iglesias, esta va por ti, por tus consejos y ayuda durante este camino solitario. Un viejo zorro, no por edad sino por experiencia, con muchos kilómetros en sus piernas y en la cabeza.

El crono se detiene en 3 horas 21 minutos y 42 segundos, lejos de lo que había entrenado pero es el tiempo que merecí ese día. Boston te enseña que ganar no consiste en llegar el primero. Ganar consiste en sacar la mejor versión posible de ti. Ganar consiste en vencer a tus excusas y a tus miedos. Ganar es intentarlo, una y otra vez.