- Todo corredor debería participar en esta cita al menos una vez en la vida
- Es mi tercera aquí y la primera de mi mujer, que la completó de manera satisfactoria
Ana, Marimi y Antonio en la salida en Staten Island
Parece que estos dos años que van desde 2020 hasta nuestros días nos los han robado. La pandemia y todas sus consecuencias han borrado del mapa esos más de 700 días. Hemos dejado de hacer tantas cosas, de vivir momentos y situaciones, de compartir ratos con personas que ya no están, que todos buscamos retomar la normalidad, ser como antes. Fueron días de preocupaciones y horas perdidas luchando contra la ansiedad. Lo hemos conseguido poco a poco. Salimos de la zona oscura espantando los malos augurios y haciendo que el vaso esté medio lleno.
Entre cientos de cosas que hemos echado de menos, se encuentran las competiciones a gran escala, aquellas que podemos calificarlas como sueños, siendo su máximo exponente la maratón. Para algunas personas el hecho de tener como objetivo de colgarse un dorsal y soñar por completar una maratón (pegarse una paliza de 42 kilómetros), entrenarla y mantener una disciplina espartana durante meses, les puede parecer una auténtica tontería. Lo entiendo. En cambio, para otros muchos (éramos 50.000 las personas listas para tomar la salida en Staten Island), es un sueño. Los sueños no se cumplen como decía alguien. Los sueños se madrugan, se trabajan día a día y entonces se consiguen. Más de 200 españoles poníamos rumbo a la Gran Manzana. Algunos corredores noveles, otros más expertos pero con las ilusiones intactas y el respeto que se le supone a la larga distancia.
Nueva York parece Almería a juzgar por la temperatura (23 grados) y la humedad (80%). Los lugareños no dan crédito al tiempo que hace. Están encantados retozando por Central Park como si estuvieran en primavera. Los maratonianos en cambio observamos preocupados el sol y la sensación de calor, enemigos de la larga distancia. Como decía mi amigo Manuel Villanueva: «Las vamos a pasar p…, digo canutas».
La organización es perfecta. Desde la recogida del dorsal en el Javist Center a la feria del corredor te hacen sentir importante. Los americanos saben perfectamente cómo vender un producto, en eso son los mejores y la maratón de Nueva York no es una excepción.
Al activar el dorsal para confirmar la identidad del corredor, el operario nos pregunta:
—Es la primera vez que corréis la maratón de Nueva York?
—Es mi tercera. Pero es la primera de ella —señalo con la mirada a Ana, que está junto a mí.
De repente pega un grito y dice:
—¿Sabéis qué?
El resto de operarios responde como un coro militar sin levantar la vista, coordinados y simétricos:
—¿Queeé?
—¡¡¡Tengo aquí a alguien que va a correr por primera vez Nueva York!!
Se hace el silencio pero trascurrido un segundo todos se ponen a aplaudir y a aullar como si estuvieran poseídos. Nosotros nos quedamos atónitos al principio pero luego nos podemos a saludar a toda la tropa, muertos de risa y rojos como un tomate. Estos americanos…
El viernes previo a la carrera salimos temprano al soltar piernas. Consiste comprobar que con el viaje y el cambio de hora no se nos ha olvidado correr ni hemos perdido la forma. Esta maratón no la hago solo. Ana, mi mujer, quiere completar su cuarta maratón y está preocupada con la eterna duda que todos tenemos cuando llega el momento, no importa cuántas maratones hayamos completado: «¿Podré acabar?, ¿tendré piernas y cabeza para llegar a la meta?».
El ambiente es absolutamente mágico, puro nervio, taquicardia y buena onda. Corredores de muchos países han acudido a Central Park a lo mismo que nosotros. En esto y otras cosas, Nueva York es la mejor maratón del mundo. Francia, Alemania, Inglaterra, Japón… Grupos de corredores pugnan por un trozo de asfalto donde ejercitarse. La sensación es una mezcla de confraternización y respeto: «Joer, vaya cuerpos tienen esos, no veas lo rápido que van, seguro que vuelan, ¿entonces yo?». Las inevitables comparaciones y siempre para mal.
Los días previos vuelan y a las 5:00 de la mañana suena el despertador. He dormido genial. Todo está preparado desde la noche anterior. Ana y yo damos cuenta del desayuno (el de siempre con avena, nueces, pasas y miel). Vaselina, geles, sales y al bus. El hotel parece la T4 en un puente de agosto. Gente de un lado para otro, pero en pantalón corto. Repasando mentalmente que no falte nada, hasta el último detalle.Ver cómo amanece en Nueva York mientras cruzas los míticos puentes es otra experiencia única que sólo se vive en la Gran Manzana. Algo más de 50 minutos separan la isla de Manhattan de Staten Island, pero en el bus parecen 5. Tras bajar y pasar la consabida seguridad, nos vamos dirigiendo a nuestra zona de salida. Lo haremos a las 9:10 horas y en la zona de color verde. Hay también azul y naranja.
La espera es lo peor. Casi dos horas, un rato en pie, otro sentado. Hay gente que viene con la bata de casa o un pijama viejo para no pasar frío (ropa se desechará a la salida y será aprovechada para beneficencia). Acompaño a Ana a su corral de salida (así es como se llama). Le doy un abrazo y beso y ella no puede reprimir el llanto. Lágrimas de nervios, de miedo, de incertidumbre y de duda. «Has entrenado de sobra y lo vas a hacer genial. Disfruta el día. Los deberes están hechos, sólo tienes que ir a recoger tu medalla. Te está esperando», le digo.
Mi corral es variopinto. Muchos pros a juzgar por la indumentaria, aunque a mi lado a un tipo disfrazado de Capitán América y otro con una camiseta de golf y un Rolex. El alcalde de Nueva York, Erick Adams, nos arenga: «Gracias por ser una inspiración para todos nosotros. Mucha suerte a todos y disfrutad». Cañonazo y a correr al son de Frank Sinatra. Me toca salir por debajo en el puente de Verrazano, uno de los puentes colgantes más largos del mundo. Casi dos kilómetros, el primero para arriba y el segundo, cuesta abajo.
Manhattan se divisa a lo lejos, muy a lo lejos. Entramos en Brooklyn. No hay asfalto, es una mezcla entre hormigón y cemento, lo que quiere decir que no absorbe nada del impacto, sino que lo devuelve directamente a las rodillas y a los cuádriceps del corredor.
El ambiente, ya es importante. Cencerros, chillidos y gritos de ánimo inundan todo el recorrido. Subidas y bajadas sin kilómetros llanos. Los carteles que porta la gente son muy ingeniosos: «Ánimo, por lo menos no estáis en Staten Island». Las piernas van genial y voy bebiendo en cada avituallamiento. Esta parte de Brooklyn está formada por casas bajas, lo que aquí llamaríamos dúplex. No hay rascacielos que tapen el sol, por lo que hace calor y rompo a sudar. Me fijo a ver si sólo soy yo pero no, hay gente ya sin camiseta y otros empapados.
Las calles serpentean en Green Point y se estrechan como si del Tour de Francia se tratara. No se escuchan ni los propios pensamientos debido a la animación que hay, excepto en el barrio judío, Williamsburg. Allí reina el silencio. Los judíos ortodoxos con su indumentaria característica, pasan olímpicamente de la carrera. Literalmente no hay nadie observando a los corredores.
Casi sin darme cuenta llego al Puente Pulanski. Es el que une Brooklyn con Queens, kilómetro 21. Clavo el tiempo que quiero hacer. Queens como barrio residencial genera una buena onda brutal. Niños, ancianos, bomberos y bandas de música. Increíble.
Rápidamente enfilamos otro puente: Queensboro. Es un puente cubierto y solitario porque sólo estamos los corredores con sus propios pensamientos. Vuelta a subir y a bajar. Entramos en Manhattan a través de la Primera Avenida. Una calle en continua subida de más de 10 kilómetros en línea recta. Empiezo a notar que a pesar de los geles y las sales, no voy fresco, ni de piernas ni de mente. Será el calor, las cuestas… El caso es que me conozco y voy a sufrir hoy.
Banderas de todos los países y grito como un energúmeno cuando veo la de España. Llegamos a El Bronx por la calle 138. Es el único día del año que se puede pasear por ese barrio sin miedo a que te roben (eso dicen). Kilómetro 33 y bajo el ritmo. Soy consciente que voy a hacer peor tiempo del esperado, por lo que veo como caen los segundos como piedras en un estanque.
Por fin enfilamos la Quinta Avenida y llegamos a Central Park. Sólo por el ambiente que se respira merece la pena correr y sufrir aquí. Un corredor se siente importante, se siente el centro de atención y a pesar de ir cuesta arriba, sacamos fuerzas de donde no hay. Duelen los cuádriceps, la espalda cargada y empapado de sudor pero sé que acabo. Le debo la medalla a una persona y he prometido llevársela.
En la recta de meta, a falta de 400 metros, observo un corredor que camina, aparentemente derrotado pero nada más lejos. Paso a su lado, le cojo del codo y le hago un gesto con la cabeza: «¡Vamos!». Me mira y se pone a correr a mi lado, cojeando, pero a correr.
Cruzamos juntos la meta en 3 horas 35 minutos y me da las gracias con un abrazo. Ana también completa la maratón, su cuarta y en un tiempo espectacular. Vuelve la normalidad. Nueva York es la maratón que todo corredor debe plantearse acometer al menos una vez en su vida.