- Nadie te prepara par dar malas noticias. Ni en la carrera, ni en el MIR, ni incluso cuando eres ya especialista formado. La sensibilidad y el tacto son decisivos, de otra manera, el paciente queda destruido
Hay ocasiones en que ser médico es realmente duro. La mayoría de las veces te sientes genial porque haces lo que te gusta, ayudar a las personas, aliviar su dolor mediante tratamientos u operaciones para las que hemos estudiado y practicado, y seguimos haciéndolo, cada día. Uno se va a casa contento porque las cosas salieron bien. Pero hay otros días, donde la sensación de impotencia que te invade es tan grande y pesada que llegas a casa arrastrando los pies, cabizbajo y pensativo.
Nadie te prepara par dar malas noticias, nadie. Ni durante la carrera, aunque tenemos la asignatura de Psicología, ni durante tu período de residente MIR, ni cuando ya eres un especialista formado. Nadie. La sensibilidad y el tacto son decisivos, de otra manera, el paciente queda destruido. Hablo de la palabra maldita, cáncer. Recuerdo cuando mi padre se notó una ligera ronquera. Inicialmente no el dio importancia, hasta que lejos de mejorar, empeoró y consultó con un otorrino. Como médico y sobre todo como hijo, le acompañé. Recuerdo perfectamente la cara del especialista, su gesto, su frialdad robótica mientras leía el informe con los resultados de las pruebas, como el que lee el primer capítulo del Quijote, mostrando la misma empatía que una serpiente de cascabel, y lo peor, sin mirar a la cara de mi padre, ni una sola vez.
Por el rabillo del ojo yo notaba como mi padre iba encogiendo en la silla, empequeñeciéndose, introduciéndose en una oscuridad y una soledad que acompaña al paciente oncológico. Aún recuerdo el nombre de este “compañero”; algún día el karma igual le sienta en el otro lado de la mesa, y se dé cuenta lo importante que es ponerse en el lugar del enfermo y de su familia, a la hora de informar y tratar con esta enfermedad.
Últimamente, y también el COVID-19 tiene parte de culpa, estoy teniendo que dar malas noticias, muy malas. Los pacientes acuden a sus médicos, pero por circunstancias de distinta índole, pasan los meses sin ningún avance, y cuando el dolor no les deja dormir, o ese bulto que se han notado ha ido engordando a base de bien, acuden donde pueden.
He tenido que lidiar en las últimas semanas con algunos casos realmente dramáticos. Pacientes jóvenes a los que no les toca una enfermedad tan grave y devastadora como un cáncer, aunque debido a ciertos hábitos tóxicos, algún día, un tumor de pulmón llamaría a la puerta.
¿Me comeré el turrón? Fue la pregunta que me hizo un paciente cuando le estaba informando de un proceso oncológico muy avanzado, incurable a todas luces. Ni corto ni perezoso, además ya había leído el informe con el resultado de las pruebas, y su formación le hacía perfectamente conocedor del alcance de las letras impresas en ese papel, me lanzó la pregunta directamente: ¿Me comeré el turrón? He aprendido varias cosas tras hablar y tener trato con pacientes oncológicos. La primera es no mentirles nunca. Hay que valorar a la persona que tienes delante, si quiere saber toda la verdad o sólo una parte.
Es posible no decir toda la verdad, pero nunca se les debe mentir, de lo contrario su mente reaccionará como si hubiera una conspiración entre los médicos y la familia para ocultarle la verdad, y eso no le beneficia en nada. Mi respuesta a su pregunta fue “sí, pero hay que empezar a tratar esto ya porque ya vamos tarde”. ¿Y si no me trato? Está muy avanzado y no quiero tratamientos que me dejen postrado en una cama el poco tiempo que me quede -preguntó a continuación. Eso no se contempla hombre, hay camino por recorrer. Usted es un boxeador que se va a enfrentar al combate más importante de su vida, y antes que le den el primer guantazo no puede arrojar la toalla; rotundamente no. Buscaremos la mejor opción con toda la premura que requiere el tema y aquí hay muchas cosas que decir aún, tratamientos novedosos como la inmunoterapia donde se fabrica un tratamiento de quimio basado en el tipo de célula de cada tumor, como una vacuna que hace que las defensas ataquen a las células tumorales -le insistí con toda la vehemencia y convicción que pude reunir.
Otra cosa que he aprendido es la tremenda soledad que sienten, aunque tengan una legión al lado, se encuentran solos. La familia es un pilar clave en toda enfermedad y de ellos depende que esa oscuridad no sea tan profunda ni tan fría, aunque a pesar de sus esfuerzos, las noches son un enemigo implacable donde todo lo negativo aflora, minando las ganas de pelear, la moral y sembrando de dudas el tratamiento. Por muchos años que lleves portando la bata, nunca te acostumbras a dar malas noticias. Siempre hay una historia detrás que te deja ko: unos hijos aún pequeños que no conciben la vida sin su padre o su madre, la situación económica precaria que amenaza ese bienestar que siempre se ha disfrutado, o los años de vida perdidos de los propios pacientes que es lo que realmente importa. Ya no se piensa más allá de hoy, de mañana como máximo. Cada día es una batalla contra sí mismo, contra la enfermedad y contra la mente que será la que nos haga caer o permanecer de pie.
Siento una gran impotencia y frustración por no poder hacer más, por no tener la respuesta que sí se tiene en otras muchas circunstancias, además una de mis frases favoritas: “Tranquilo, se puede arreglar”. Ojalá pueda llegar a comerse el turrón de las próximas navidades, será la señal que el combate sigue disputándose, aunque se trate de una lucha amañada porque desafortunadamente ya se sabe el ganador, pero mientras quede vida, hay esperanza. Rendirse no es una opción, luchar siempre.